Por primera vez desde que el Patriarca fundador de Arabia Saudita, Abdulaziz Ibn Saud, le dejó el trono a su hijo Saud en 1953, nuevamente un padre entregará el trono a su hijo. Muhamad, hijo del Rey Salman, es el nuevo Heredero de la Corona y ha probado ser implacable en un escenario digno de “Las Mil y Una Noche”. Intrigas palaciegas, príncipes muertos, millonarios procesados, potenciales detractores en lista de “encargo” y un país bajo reforma.
Se puede argumentar que Arabia Saudita es uno los países más poderosos del mundo. Gracias a sus enormes reservas de petróleo y al rol que ha jugado en la regulación de su precio, todos los demás países le rinden pleitesía y hacen vista gorda ante sus graves defectos: es un país extremadamente conservador, dominado por una familia monárquica retrógrada (los Saud) y se apoya en una visión extremista del Islam, la que ha exportado a todo el mundo y sirve de caldo de cultivo a los mayores grupos terroristas.
Incluso Estados Unidos, que se presenta como el gran enemigo del terrorismo internacional, mantiene silencio ante esa situación porque su estabilidad económica está ligada a los petrodólares sauditas. Además, aprovecha para ganar cientos de millones de dólares vendiendo a Arabia Saudita las armas que luego Estado Islámico usa en el campo de batalla contra Siria e Irak.
Pero esos tiempos han terminado. Tal vez por coincidencia, al saberse que las reservas petroleras del reino se acabarán en unas tres décadas, comenzaron a oírse las primeras críticas en público al sistema social saudita. El hecho de que Estados Unidos mantenga un precio bajo del petróleo por motivos políticos, sin que su socio pueda hacer mucho y en cambio tenga que apretarse el cinturón, tampoco le ayuda a mejorar la imagen.
Arabia Saudita ya no puede decidir por sí sola el precio del petróleo porque hay demasiados productores fuera del cártel que controla (la OPEP, Organización de Países Exportadores de Petróleo). También porque ha perdido otro pilar de su poder dentro de ese grupo, que era su ascendiente religioso sobre otros países árabes y musulmanes. Este se basa en que dos de las ciudades más sagradas para los musulmanes están en territorio saudita, La Meca y Medina. Pero debido al mal uso que ha hecho de este factor, también ha crecido la desconfianza de otros países musulmanes hacia su guía.
Además, surge un rival ideológico en la figura de Irán, que tiene mayor ascendiente sobre los musulmanes chiitas, mientras Arabia Saudita domina la vertiente sunnita.

DERROTAS EN EL EXTERIOR
En términos de política exterior, los Saud han sido aliados incondicionales de Estados Unidos y Europa. Es una relación de mutuo provecho, pues Occidente llena el país de dólares a cambio de petróleo y Arabia Saudita reinvierte esas enormes riquezas en los mismos países occidentales. De allí que también hayan formado una alianza más o menos encubierta con Israel, que es el amigo número uno de Estados Unidos en Cercano Oriente.
El problema es que este eje Estados Unidos – Israel – Arabia Saudita ha sufrido una serie de derrotas en esa región. Primero fue Irak, que tras ser “liberado” de la opresión de Saddam Hussein se pasó al bando de Irán. Luego fue Siria, donde las esperanzas del eje estaban en que Estado Islámico derrocara a Bachar al Asad, pero eso obviamente no ocurrirá y Siria se acercó mucho más a Irán, que fue uno de los dos países que evitó la caída de su gobierno legal. Más recientemente, Estados Unidos e Israel apoyaron a los kurdos iraquíes en su aventura independentista, que también fracasó cuando Arabia Saudita se sumaba, contrarrestada por una improbable alianza entre Irak, Turquía e Irán.
Pero en esos casos los sauditas seguían a sus aliados, así que los fracasos podrían ser poco dolorosos. Sin embargo, ha emprendido otras dos aventuras directamente y ambas están saliendo mal, muy mal.
Una es Yemen, un país pequeño y pobre en su frontera sur, con una importante población chiita. Hace un par de años, aprovechando las divisiones internas y en apoyo al presidente derrocado, los sauditas decidieron intervenir militarmente en lo que parecía una victoria segura. De algún modo, los rebeldes yemenitas han logrado resistir y asestar duros golpes a la potencia invasora, motivando ataques indiscriminados de los sauditas contra civiles y una serie de violaciones a los derechos humanos que hacen cada vez más difícil a sus aliados mantener la vista apartada. Para explicar su fracaso, Arabia Saudita culpa a Irán de apoyar y armar a los rebeldes, aunque no existe ninguna prueba de ese apoyo, más allá de la pública solidaridad entre chiitas.
El segundo fracaso propiamente saudita es Qatar, otro país minúsculo y con frontera común, pero con alto nivel de riqueza per cápita. Con varias excusas insostenibles, como el apoyo de Qatar a grupos terroristas (que es cierto, pero ya queda dicho que Arabia Saudita comete el mismo pecado), formó una coalición que aisló política y territorialmente a ese país. Estados Unidos (que tiene allí su mayor base militar en la región) y Turquía entregaron su apoyo al pequeño reino, pero lo peor fue que Irán estableció un puente aéreo y marítimo para hacer llegar a Qatar los alimentos y otras materias imprescindibles que el bloqueo saudita impedía llegar hasta allí.
Riyad trató de aplastar a Qatar por ser demasiado independiente y solo consiguió que se acercara mucho más al gran enemigo: Irán.
En resumen, tenemos un país –Arabia Saudita– que hace todo lo posible por contrarrestar a otro país –Irán– en distintos territorios y pierde una y otra vez, aislándose cada vez más en el proceso, mientras su riqueza natural y fuente de su poder político se acaba lentamente.
Pero la situación puede empeorar…

DIVISIÓN EN EL INTERIOR
Arabia Saudita puede culpar a Irán de todos sus males, aunque no hay evidencia de una sola acción emprendida por el régimen de los ayatolás en su contra. Pero no puede ocultar que sus problemas son internos.
Irán no tiene la culpa de que el petróleo tenga un precio bajo o de que se esté agotando en el Reino. No tiene la culpa de que la economía saudita no esté diversificada y dependa casi exclusivamente del oro negro. No tiene la culpa de la represión social basada en una visión extremista del Islam. No tiene la culpa del inmovilismo retrógrado que mantiene a todo el país en un sistema monárquico y feudal. Tampoco tiene la culpa de las luchas palaciegas por el poder que caracterizan a Arabia Saudita y que de vez en cuando estallan en violencia.
Esos males son propios del país y más específicamente de la familia Saud, la dinastía que ha mantenido el poder desde que los británicos crearon el país en 1932, sin haber hecho ni un solo cambio importante en todo este tiempo.
Aunque los Saud se remontan siglos y siglos en la historia de la región, el fundador de la dinastía en esta etapa moderna fue Abdulaziz ibn Saud, quien ocupó el trono hasta 1953. Desde entonces, siempre ha gobernado alguno de sus hijos, de los cuales no se sabe cuántos tuvo, aunque se dan cifras de hasta 45. Uno de sus métodos para unir a las tribus de la región, además de la guerra, era el matrimonio con mujeres de las familias que las gobernaban, lo que explica el elevado número de hijos y las divisiones entre ellos, ya que no comparten las mismas madres.
Por ejemplo, su primer sucesor fue su hijo mayor Saud, quien gobernó hasta 1964, cuando fue depuesto por su medio hermano Faisal en plena Guerra Fría, supuestamente por las inclinaciones izquierdistas del primero. Al rey Faisal lo asesinó un sobrino y asumió otro medio hermano, Khalid. Actualmente gobierna un sexto rey hijo de Abdulaziz ibn Saud, Salman, quien asumió en enero de 2015 y la historia vuelve a ponerse interesante…
En el ambiente de intrigas palaciegas, se han elaborado distintos mecanismos para garantizar equilibrios de poder entre los distintos grupos de hermanos. Uno de ellos es la repartición “equitativa” de los puestos oficiales entre los príncipes.
Otro era que al asumir un rey ya había un sucesor designado de otro grupo, lo que supuestamente evitaría las luchas internas de poder. En el caso del rey Salman, el príncipe heredero era su hermano Mukrin bin Abdulaziz. Pero el rey lo reemplazó poco después por un sobrino, Muhamad bin Nayef, quien sería el primer Saud de tercera generación (nieto del fundador de la dinastía) en asumir las riendas del reino. Al mismo tiempo que hacía el cambio, en 2015, introducía a la política a uno de sus hijos, Muhamad bin Salman.
El 21 de junio pasado, en una medida que rompía todas las tradiciones y equilibrios familiares, el rey Salman emitió un decreto que le quitaba sus cargos y el puesto de príncipe heredero, todos los cuales fueron traspasados a su hijo Muhamad. Este último es un “joven” de 32 años y ya era ministro de Defensa (cargo que sigue ocupando, más los que tomó del príncipe Bin Nayef, entre ellos el de Ministro del Interior). En esa calidad, fue el principal responsable de las aventuras fracasadas en Siria y Yemen, que sin embargo le valieron gran apoyo interno, como sus medidas populistas de permitir conciertos musicales y que las mujeres conduzcan vehículos.
Si se concreta el traspaso del gobierno entre ellos, será la primera vez que un padre entregue el trono a su hijo desde que lo hizo Abdulaziz en 1953.
ARROGANTE Y AMBICIOSO
Aunque prácticamente desconocido en la escena internacional hasta ese momento, Muhamad bin Salman ya había llamado la atención de los servicios de inteligencia occidentales. Específicamente, el BND alemán –en diciembre de 2015– tomó la insólita medida de advertir públicamente sobre una nueva política de intervencionismo alentada por el joven ministro (tenía 30 años) que amenazaba con desestabilizar al mundo árabe. El motivo no sería más que su arrogancia y sed de poder, para lo cual no dudaba en emplear el sectarismo sunnita y avanzar hacia un choque directo con el chiita Irán.
Esta postura la siguió mostrando como Príncipe Heredero, Ministro de Defensa, Ministro del Interior y mucho más. En septiembre pasado, mandó a encarcelar a una serie de clérigos, académicos e intelectuales, sin siquiera presentar cargos, aunque entre ellos había varios partidarios del gobierno. Impacto causó en el mundo musulmán la detención del respetado clérigo Salman al Awdá, al parecer porque escribió en Twitter sus deseos de que Arabia Saudita y Qatar reanudaran su amistad tras gestiones del propio Muhamad bin Salman.
El último caso de represión indiscriminada ocurrió el 4 de noviembre pasado. El rey Salman firmó un decreto creando un Comité Anticorrupción, cuyo jefe designado fue –una vez más– el príncipe Muhamad bin Salman. Una hora después el Comité sesionó y poco después, once príncipes y otras 38 destacadas personalidades fueron detenidas sin presentar cargos específicos y solo acusaciones de corrupción. Casi todos estaban asistiendo a un evento en el Hotel Ritz-Carlton de Riyadh y fueron detenidos allí mismo, en medio de todos los invitados.
El procedimiento es interesante: primero fueron detenidos y luego comenzó la investigación sobre su corrupción, así que se informará de qué los acusan cuando la investigación termine.
Un número desconocido de otros funcionarios públicos fueron despedidos en todo el país.
Entre los detenidos está el príncipe Mutaib bin Abdulá, que hasta entonces era jefe de la poderosa Guardia Real. No es necesario decir quién asumió el puesto… Ahora, por uno u otro de sus cargos, cada policía o militar saudita está bajo las órdenes del Príncipe Heredero.
En un caso que hasta el momento no parece relacionado, otro príncipe de la familia real murió en lo que se informó como un accidente de helicóptero cerca de la frontera con Yemen. El príncipe Mansur era hijo de Mukrin, el príncipe heredero original bajo Salman. Otro príncipe, Abudulaziz (hijo del fallecido rey Fahd), murió mientras estaba detenido, supuestamente por un ataque cardíaco (tenía 44 años).
Adicionalmente, se impuso una prohibición general para los viajes al exterior de todos los príncipes y princesas, a menos que obtengan permiso real. También se les limitarán las transferencias de fondos al extranjero. Un primer análisis de estas medidas es que impide organizar “contraataques” desde el extranjero, donde los detenidos tienen poderosos amigos.
En el mismo sentido apuntarían medidas que se esperan en los próximos días contra los príncipes que se encuentran en extranjero.
Desde la noche del golpe, otros príncipes quedaron bajo arresto domiciliario o sus palacios fueron rodeados por fuerzas especiales, sus bienes fueron confiscados o –en el caso de todos los que ocupan puestos en las fuerzas armadas– se les ordenó ponerse a disposición de la Corte (no del rey, lo que significa que quedan sometidos a Bin Salman). En una dura medida, a todos se les prohibió el acceso a contratos gubernamentales y a tratos con armamento.
Más de mil cuentas bancarias han sido congeladas y en el caso de los detenidos su contenido se traspasó a la corona.

MR. EVERYTHING
Los medios sauditas (todos oficialistas, por supuesto) alabaron lo que describen como un operativo contra la corrupción de alto nivel. Es también la versión que se difunde internacionalmente, aunque hay motivos para dudarlo. De hecho, en una sociedad tan corrupta como la saudita, si ese fuera el motivo, no quedaría ningún funcionario importante fuera de las cárceles. El problema es que, al manejar el país como una gran empresa familiar, tiende a difuminarse el límite entre el dinero personal y el público.
Interesante es que, además de la corrupción, se dijo que está bajo ataque el financiamiento al terrorismo internacional.
La interpretación alternativa que se da también beneficia a Bin Salman, pues apunta a que los detenidos son funcionarios que se oponen a las reformas que abrirían un poco más la sociedad. Es que el príncipe también se ha erigido en líder del grupo que exige estas reformas, con lo cual recoge las demandas internas y las internacionales para que se produzca mayor apertura y se modere el extremismo religioso. Es curioso que el principal promotor de estas reformas en el mundo árabe es Qatar, que sin embargo es el único “amigo” atacado directamente por MBS (los medios ya lo bautizaron así; los diplomáticos occidentales lo llaman “Mr. Everything”, el “Señor Todo”, por su manía de acaparar todos los puestos y campañas del gobierno).
Pero hay otra explicación. En efecto, los detenidos parecen ser “conservadores”, que se oponen a las reformas que pide todo el mundo. Pero resulta que el príncipe heredero, como portavoz autodesignado de esas demandas, considera que oponerse a las reformas es oponerse a su voluntad. Por lo tanto, no solo detuvo a “conservadores” sino a quienes se oponen a su mandato, con lo que se encamina a una concentración total del poder en sus manos, como no se veía desde Abdulaziz ibn Saud. Entre los detenidos no hay ningún “corrupto” de su propio grupo familiar o empresarial (él tomó el control de Aramco, la empresa estatal que es la mayor exportadora de hidrocarburos del mundo; un ejecutivo que se oponía a él está entre los detenidos).
Superficialmente, el Príncipe Heredero de Arabia Saudita asestó un duro golpe a la corrupción en su país, deshaciéndose al mismo tiempo de algunos opositores a las reformas liberalizadoras que el país necesita. Incluso, producto de ese golpe, el precio del petróleo experimentó un alza en los mercados internacionales.
En una segunda mirada, Muhamad bin Salman se deshizo de enemigos políticos y concentró aun más poder en sus manos. Lo único que se interpone entre él y el trono saudita es su padre… y los rumores dicen que está a punto de renunciar (tiene 81 años y problemas mentales, según servicios de inteligencia).
Eso explicaría la prisa que tiene MBS desde que fue designado heredero en junio pasado. Tal vez sea el nuevo rey saudita antes de que termine el año y entonces por fin conoceremos sus reales motivaciones.
Solo una cosa es segura. Sea cual sea la interpretación de esta maniobra, pone en evidencia las divisiones internas. Reprimiendo a sus primos, MBS ha cortado de raíz cualquier posibilidad de que Arabia Saudita juegue como actor importante en la arena internacional. Obviamente, una nueva aventura armada es imposible e Irán solo debe esperar retórica. Pasará mucho tiempo antes de que MBS cuente con la suficiente calma interna para ser una amenaza en el exterior.
Y pasará el resto de su vida cuidándose las espaldas de su propia familia.